Del Patrimonio a la escombrera oficial


Javier Carbó Cabañero, Secretario Territorial de Chunta Aragonesista en las comarcas turolenses

Debe de ser que en Aragón tenemos un plan secreto para hacer turismo de emociones fuertes. No se trata de senderismo, ni de escalada, ni de deportes de aventura: consiste en visitar iglesias sin techo, molinos con los cimientos a punto de desplomarse y conventos donde la maleza ha sustituido a los retablos. Un viaje al abismo de lo que fuimos y de lo que, aparentemente, hemos decidido dejar de ser.


Las comarcas turolenses suman otro estigma: 27 monumentos incluidos en la Lista Roja de Hispania Nostra, ese inventario de vergüenzas donde se apuntan los tesoros que se desmoronan ante la indiferencia institucional. ¿Qué hay tres bienes restaurados? Pues claro, no hay que ser catastrofistas: ¡tres! Eso ya casi suena a política patrimonial seria, ¿verdad?


Mientras tanto, el Molino Viejo de La Fresneda amenaza con venirse abajo, la Casa Grande de Fuentes Claras sigue atrapada entre disputas y la mina de Santa Bárbara en La Cañada de Verich luce como un manual práctico de abandono progresivo. No hace falta estudiar arquitectura para ver que sin intervención alguna pronto serán simples montones de escombros. Quizá ese sea el objetivo: reciclar el patrimonio en grava.


Lo curioso es que a nadie le tiembla el pulso a la hora de proclamar que el patrimonio cultural es un “motor de desarrollo local”. Se llenan los discursos de palabras como turismo sostenible, cohesión social o puesta en valor, pero cuando llega la hora de presupuestar, el motor se queda sin gasolina. Eso sí, las fotos con el monumento detrás —aunque tenga media fachada desplomada— nunca faltan.


Se nos dice que todo esto requiere coordinación institucional, apoyo a los ayuntamientos, colaboración con asociaciones locales… en fin, un vocabulario tan amplio como etéreo. Mientras los papeles circulan de mesa en mesa, las bóvedas se desploman y las inscripciones se borran.


No se trata únicamente de salvar piedras. Hablamos de conservar la memoria de comunidades enteras, de mantener vivo un legado que puede ser fuente de orgullo y de futuro. Pero claro, ese futuro no cotiza en los presupuestos de cada año. Y aquí seguimos, entre ruinas románticas y discursos vacíos.

Quizá algún día, cuando el último convento se haya convertido en establo y la última ermita en escombro, alguien inaugure una ruta turística llamada “Aragón desaparecido”. Será un éxito: el patrimonio perdido, por fin, convertido en atractivo. Y entonces sí, todos felices, porque habremos logrado lo imposible: sacar rentabilidad a nuestra desidia.



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